martes, 27 de enero de 2015

Danzas de la Muerte

Dice la Muerte a Jan Fabre:

Tu corazón es un tintero de sangre. Alguien ha escrito que hay una salpicadura de sangre en el origen de todo lo que es humano. Pero tú eres, además de humano, un servidor de la belleza y defiendes la vulnerabilidad del cuerpo humano, del tuyo y del de los demás, sus transiciones y sus cambios, sus metamorfosis. Tu corazón es el tintero de sangre con que dibujas el caparazón de los escarabajos, con que salpicas los puentes que se tienden entre la vida y la muerte. Escuchas a Valéry cuando dice que el cuerpo hace sangre que hace cuerpo que hace sangre, y mojas en ella tus pinceles para que sea la sangre la que trace su camino sobre el papel, el camino del cuerpo y de la carne, el camino que atraviesa tu propio paisaje, el paisaje y el cuerpo que eres. Has escrito, Jan, que el tuyo es el lugar en el que la muerte se alegra de socorrer a la vida; que la muerte es un estado de vida, el espacio de aquello que no está vivo pero que se revive y despierta de nuevo a la vida a través del arte. Creas tensión y aflora la carne bajo la piel, la sangre por entre la carne, la muerte en cada resquicio. Me has retratado, sentada y majestuosa, sosteniéndote a ti mismo, albergando tu retrato en mi regazo, como la Madre del Hijo, mirándote con la ternura posible de las cuencas vacías de mis ojos, tu cuerpo repleto de insectos, bien trajeado y preparado siempre, el cerebro en la mano, el cerebro bien cogido por una de tus manos. Así, Jan, me has retratado y te has retratado. Dices que hay que repetir rituales hasta la muerte, o al menos debe hacerlo el artista, y repites, hasta llegar a mi regazo, tus gestos neuróticos y agresivos, automáticos, mecánicos e instintivos; los repites al dibujar, pues así haces tangible el tiempo en las repeticiones, pero también los repites en los otros, al hacer bailar a los tuyos, al obligarles a recrear obstinadamente los actos y los gestos: tiemblan, oscilan, se estremecen, como en un estado post mortem más allá de la vida, estiran el envoltorio frágil de sus cuerpos, tartamudean incontrolables, tensan la piel con gesto animal, mítico o demoníaco, despiertan a la vida en el gesto repetido desde la muerte. Amas la repetición pero bailas siempre, dices, es todo lo que puedes hacer, flotar y bailar, repetir y bailar, así lo escribes, bailar sobre los muertos, bailar la danza macabra, bailar la última cena acribillado a balazos, bailar para mí con la máscara azulada de tu nuevo rostro hasta desvanecerte en mi regazo y olvidar tu cuerpo, tu sangre, tu paisaje. Has colocado, para revitalizar la vida, un catafalco de lirios y gladiolos, de flores rojas, amarillas, moradas y blancas, las has esparcido sobre el suelo y sobre el túmulo. Las flores son el remedo de la sangre, lo sabes. El tapiz de flores, a una orden tuya, ondula y se mueve, respira y palpita. De entre las flores salen las manos, los brazos, los pies y las piernas de la bailarina, su cabeza, todo su cuerpo. Parece que ella se levanta de mi regazo, parece que tú, Jan, te levantes de mi regazo. El tapiz estalla y se esparce como la sangre, como la salpicadura que hay en el origen de todo lo humano. Cada movimiento de ella y cada gesto, cada mirada es un acontecimiento que abre nuevos modos de mirar la vida. Eres, Jan Fabre, el Ángel de la Muerte, mi ángel, eres sangre, flujo a borbotones, cuerpo que se desgasta y vive conmigo, porque vives, Jean, conmigo, con la Muerte que vagabundea por tu vida cotidiana y se esconde en tus dibujos, en el mármol de Carrara de nuestro retrato, en el túmulo repleto de mariposas en el que reposa el cuerpo de tu bailarina extasiada. Hablas, dices, con la voz de que estás hecho, y escribes con tu sangre, pero sabes que hablas con mi voz y escribes con mi sangre. Sabes que eres mi paisaje.


lunes, 7 de abril de 2014

Deambulatorio

Acaso, como el paisaje, el cuerpo sea temporal, mutable, indeterminado e impreciso. Como así lo es. Mas, sea como fuere, el cuerpo es, seguro, nuestra primera construcción, nuestra carcasa, la primera estructura que habitamos. El cuerpo es el retablo, la casa y la calle que nos albergan. Y, por supuesto, la ciudad primera de las primeras deambulaciones. El cuerpo como deambulatorio, con el recorrido impreso de la desorientación y el abandono al inconsciente. La obra, se nos ha dicho, se hace andando; ha de hacerse andando. Es necesario caminar y no ser caminado, también se nos ha dicho y repetido. Caminar y abandonarse; hacer y caminar, y hacerlo abandonándose. Hacer no siendo caminado. Y sin embargo, al caminar, al hacer, ya deshacemos, ya comenzamos el proceso de la disolución: la de la obra y la propia. Como también la disolución del cuerpo, esa carcasa, cualquiera y como quiera que sea. En nosotros está implícita la marca de la ruina futura, el proyecto del deterioro previsible. Por entre las manos, indeterminados e imprecisos, se nos desdibuja pronto el mapa de nuestros músculos y huesos, la geografía de nuestra casa de carne y nervio, el trazado de esa ciudad de sangre de nuestras venas. Cuerpo, casa y ciudad se nos diluyen a cada paso. Ya depurará el tiempo el anuncio de ruina de nuestra fábrica, la marca del daño, la herida sobre la tierra al alzar el retablo. Ya lo hará, ya, sin duda. Tiempo y cuerpo, sí, porque temporal y mutable es el cuerpo. Y, entretanto, quedarán en el cuerpo el rastro y la traza del deambular. El cuerpo, sí, nuestro primer deambulatorio. Lo es, lo sabemos, y así os lo digo y lo repito. Porque el deambulatorio, como lugar, no es sino el testimonio de ese hacer-deshaciendo, el territorio incierto de ese hacer-deshaciendo el propio cuerpo. Aquí, en lo que ahora hago y os muestro, han de quedar pues las huellas de ese deambular; o al menos algunas de ellas. Y todo ello pese a que, como nos dice el poeta, “todo se pudre tarde o temprano al exponerse, todo, aunque en la putrefacción haya fermentación”. Todo. Aquí, ahora y siempre en adelante.



miércoles, 17 de abril de 2013

joy (in progress)



Ingrid Magrinyà y Miguel Ángel Ortiz Albero
proponen
Joy (in progress)
performDance para piano
con música de Gonzalo Alonso



Felicidad en la repetición,
alegría en la reiteración.
Todo, todo podría lograrse a la perfección
si las cosas pudieran realizarse dos veces.


Cansados, la alegría se nos presenta, ahora más que nunca, bajo la forma de un necesario work in progress. Si la hay, la alegría estará siempre en proceso, siempre en construcción. Pero estamos cansados, agotados, tal vez desencantados. Nuestro cansancio no es tan sólo del cuerpo. El cansancio es también hastío y es hartazgo. Y frente al desencanto no nos queda sino nuestro trabajo. Nuestro trabajo, sí. El que quiera que sea, sea con un lápiz o con las manos, con todo nuestro cuerpo o con nuestra mirada, con cualquiera de todas las herramientas posibles. Tan sólo necesitamos que se nos deje hacer. Pero no basta con decirlo, es necesario repetirlo: tan sólo, sí, nos queda nuestro trabajo, tan sólo necesitamos que se nos deje hacer. Que se nos deje hacer. A la alegría llegaremos desde el cansancio. Como a la catarsis desde la repetición. Repetir y repetir para aprender, repetir para despojarnos de todo, repetir para mostrarnos en lo que somos. Y no somos otra cosa que, como la alegría, un eterno proceso.


Coreografía y danza: Ingrid Magrinyà
Idea original y texto: Miguel Ángel Ortiz Albero
Música: Gonzalo Alonso



viernes, 22 de marzo de 2013

fisuras

Hace ya algunos años que el buen Miguel Serrano confió en mí para ilustrar uno de su libros más intensos, personales y hermosos. Pasado el tiempo ("demasiado, siempre demasiado", como dice Miguel), todo sigue en los cajones. El texto, en alguno de los de Miguel; los collages en uno de los míos, bien guardados en una carpeta marrón, separados por hojas en blanco los unos de los otros. Tal vez sea un buen lugar. O tal vez no. Por eso los muestro ahora, años después, con todas sus fisuras.














viernes, 22 de febrero de 2013

théâtre du vide

"Con celeridad se llevan a cabo los últimos preparativos para el Gran Juego con el VACÍO."
Así lo anota , como advertencia, Tadeusz Kantor en una de sus partituras. Y así deberá ser interpretado el juego.




martes, 12 de febrero de 2013

máscara y sombra (del propio rostro)









“Antaño, dicen, nadie mostraba su propio rostro en un baile. Mejor no desvelar a los demás que no se es sino sombra, nada, como así le sucede al bebedor de éter de Jean Lorrain cuando descubre ante un espejo que nada hay, nada, bajo su máscara de plata y azucenas negras. Tan sólo sombra, nada, vacío y muerte en un baile en el que nada se baila, en el que no hay orquesta, en el que se permanece perdido en el centro de una multitud desconocida y silenciosa, una multitud sin gesto alguno, sin rostro, sin nada. Mejor desvelar que no se es nada, que no se es sino sombra. Sombra y nada; sombra como la de quien baila con nosotros la última ronda, nada como la de quien nos arrastra pues nuestro mismo rostro tiene. Daré fealdad, dice la Muerte, y gusanos que roan y coman por dentro la carne podrida; y no os valdrán rosas, ni azucenas negras, ni adorno alguno. Y lo dice mientras nos sonríe, la Muerte, con una sonrisa congelada y enferma, el semblante rígido y fijo, una sonrisa persistente, duradera, una sonrisa a la vez cómica y trágica que va más allá de lo solicitado, esa sonrisa que es lúgubre mueca si persiste sin motivo, lúgubre, sí, y trágica y cómica como la carcajada sardónica con la que, ante la llegada del mal, ante el cólera, se despide de Aschenbach el bufón veneciano que le canta el estribillo de una canción incomprensible a voz en cuello, temblando, al borde del estallido incontenible, doblando las rodillas, golpeándose los muslos, señalando con el dedo hacia lo alto, cogiéndose las caderas y convirtiendo la risa en grito hasta que todos los que con él bailan estallen con él. Su cara pálida es una maliciosa máscara erosionada por la mueca del mal, como así también será la de Aschenbach, como lo es siempre el rostro de la Muerte.”

viernes, 25 de enero de 2013

Guillaume en Birnam




Noviembre 2011. nº 24 de LABERINTOS Revista semestral de Humanidades. 

“Tan lejos y tan cerca, sin embargo, de Birnam”

(extractos de un carnet de guerre de René Berthier, fechado en 1916 cerca de Vauclerc, al norte de Craonnelle).


Mi nombre es Berthier. Habrán de pasar todavía algunos años antes de que alguien, al hilo de Macbeth, escriba que también la muerte hay que ensayarla y que todo, en el teatro como en la vida, puede llegar a reducirse a un sistema de entradas y salidas del escenario. Entradas y salidas. Aquí hemos sabido cuándo entrábamos, pero jamás cuándo saldremos. Así que, por entre la tramoya de creta blanca de las trincheras, algunos no esperamos sino recibir la buena herida que marque nuestra salida definitiva. Junto a mí, Bretteville y Clouard se afanan por traducir las escasas palabras grabadas a navaja sobre una tabla enemiga abandonada a la entrada de una casamata: “Hacia el teatro de operaciones”, dice Clouard. Mi nombre es Berthier, y ya reescribí sobre la guerra y la muerte, también sobre el miedo, palabras que antes había escrito mi amigo Guillaume, el poeta. Buscadlas. Las mías y las de él, las suyas, sin duda, más certeras que las mías. Están por ahí, perdidas, escritas durante alguno de aquellos amargos días en los que, el uno junto al otro, nos esperábamos a nosotros mismos mientras aguardábamos la salida definitiva. Guillaume y Berthier, sí, pero también Clouard y Bretteville, y tantos y tantos otros que sería interminable nombrarlos a todos uno por uno. Fuimos nombrados malditos, a la espera, entre bambalinas, para entrar en escena. Malditos, todavía más si fuese posible, a la espera de nuevo, para salir del lodo de las trincheras. Nada, nos dirá quien tanto haya de decir del ensayo de la muerte, puede llegar a ser tan horroroso como la forma de dejar la existencia. Nada.


Hay, ante todo, una manera de observar la naturaleza, Berthier, y de interpretar la naturaleza, una manera que es muy legítima, me dijo tiempo atrás Guillaume desde la calma y el sosiego. Mira ese árbol. Sus hojas ni siquiera han tenido tiempo de caer sobre los claros del bosque. La única que he arrancado, continuó Guillaume, se ha convertido en un espejismo. En algún momento, el manto espeso de hojas permitió pasear sin miedo fuera de las trincheras. El bosque, el que fue protección y alivio, no es ahora sino desfile de esqueletos tronzados. No hay hoja alguna en las ramas que poder arrancar para que se haga espejismo. Tampoco sobre el lodo hay hoja alguna. A veces fuimos, nosotros mismos, bosque, manto de hojas, hierba. Pero no ahora. Con el tiempo, tal vez retirarán la munición que siembra el bosque, recogerán los caballos de Frisia, el alambre de espino que lo recorre de lado a lado, rellenarán, incluso, la interminable red de las trincheras de creta y lodo y los cráteres de los obuses. Pero será, seguro, casi imposible, tal es la cantidad de tierra ensangrentada que habrá de desplazarse en esta guerra, que todo quede como fue. Dejarán, sí, lo harán, que el bosque ametrallado resurja de sí mismo, dañado y herido, abrumado, mutilado y arrasado, sin nada que convertirse en espejismo, sin hierba ni manto de hojas sobre el que pasear sin miedo. Tal vez entonces alguien pueda llegar a ser bosque, manto de hojas, hierba. Pero no ahora, “a la hora y costumbre de la muerte”.


La pesadilla, hoy, y tal vez siempre, es pesadilla de barro y sangre. Y todos nosotros, en ella, embarrados y ensangrentados, nos ahogamos, los unos junto a los otros, en ese barro helado de creta y en esa sangre nuestra tan caliente. Nos ahogamos, sí, con el frío y el calor insoportables aferrados como con ganchos y alambre de espino a la garganta. “Si todo terminara una vez hecho”, leo. Pero no son, me dicen, así las cosas. La imagen de la vida no es eterna, como pide Lady Macbeth a los rostros de los muertos, no es eterna esa imagen en quienes ahora me rodean y rodean a Guillaume. No es eterna, no, la imagen de la vida en los rostros aún vivos de Clouard ni de Bretteville. Tampoco en los de los demás, en los rostros de los otros, ni, tal vez, en nosotros mismos. Y no, no podemos olvidar, ni jamás podremos, la traza del miedo, de la pesadilla y la derrota en el rostro de los nuestros.


La madera sin heridas sirve para que podamos calentarnos, y para reforzar y consolidar las defensas. La madera sin heridas sirve para entramar de troncos el suelo descarnado de la trinchera e impedir que nos atasquemos en el barro. La madera herida también sirve, sí, también sirve. Hay obuses del 75 incrustados en los corazones de las hayas, metralla, esquirlas y balas en los troncos de los robles y los fresnos. Las cortezas, dicen, cicatrizarán algún día las heridas. Al pie del enebro, canta un pajarillo.


Hay una mujer por los alrededores, la vemos a menudo, a la que todos llaman Señora Bragelogne. Viaja por todo el frente con un viejo carretón de madera y lona repleto de mercancía que poder vender a los soldados. Junto con sus tres hijos, parecen una troupe llegada desde guerras de antaño. Sucios y pesados, embarrados y heridos. Las palabras que la señora madre nos repite en sus visitas no son palabras que no hayan sido dichas ya en otras guerras. En el futuro diré más de ella. Ahora bastará, lo sé, con esto que anoto. Nos volveremos a encontrar, nos dijo un amanecer la madre, cuando finalice el estruendo, cuando la batalla esté ganada y perdida, cuando lo hermoso sea feo y lo feo sea hermoso, cuando se pueda revolotear por entre la niebla y el aire impuro. Y lo hizo del mismo modo en que, tal como leo ahora, tres brujas fatídicas cantan, las manos enlazadas como hermanas, cómo y cuándo se reencontrarán con Macbeth. Así se lo dije a Guillaume cuando la madre y los hijos marcharon. Jamás, si hemos de verlo, veremos un día tan hermoso y tan feo a la par, Berthier, me contestó él. Jamás nosotros, pienso ahora, aunque sí lo vea el propio Macbeth al volver de la batalla. Jamás, añadió entonces Guillaume, por entre el aire nauseabundo y caliente, amarillo, enmohecido, envenenado de los cilindros de cloro reventados en gas lacrimógeno y fluorescente.


Guardo entre las páginas de este cuaderno una vieja fotografía de la granja de Hurtebise. Bajo sus tres árboles majestuosos y centenarios, dicen, se amontonan los cadáveres de una guerra pasada. Se amontonarán más todavía. Nada queda ahora de la granja, reducida a cenizas, y, sin embargo, los tres árboles, abrasados, permanecen aún en pie, retorcidos y heridos, no pareciendo habitantes de la tierra. Donde antes hubo vida, ahora se ancla el carro de la madre Bragelogne. Sobre él, al modo en que lo hacen las hermanas fatídicas, los tres árboles enlazan sus negros brazos calcinados. No hay hoja alguna que pueda convertirse en espejismo, pero sí queda, firme, la traza de la pesadilla. Cantan los árboles con los demás, con todos, me dijo un día Guillaume, mientras galopan los fonógrafos. Y el universo, con esa voz con que cantan los árboles, se lamenta.


Responde Macbeth a Lady Macbeth, les cuento al atardecer a Bretteville y a Clouard, que no es de ahora el derramar sangre, y que ya se vertió en antiguos tiempos, cuando las leyes humanas no habían dulcificado las costumbres. Que la sangre llama a la sangre, le dice, y que se ha visto moverse a las piedras y hablar a los árboles, les cuento. También le dice a ella, Macbeth, que por la voz de las aves se han revelado secretos. Y que habrán de revelarse aún más, ahora nosotros lo sabemos. Todo esto les cuento al atardecer a Bretteville y a Clouard. El pájaro debiera repetirle su dulce canto, pedía tiempo atrás Guillaume, a la funesta ametralladora que restalla en el horizonte. Acaso el mismo pajarillo que cantaba al pie del enebro, el que canta y lo hará, lo sé, desde las ramas enlazadas de los tres árboles de Huterbise, en estos tiempos no dulcificados de sangre y lodo, “a la hora y costumbre de la muerte”, como me recuerdan ahora Bretteville y Clouard.


Volveré sobre palabras mías. Escribo porque antes otros lo han hecho, porque antes incluso uno mismo lo ha hecho. Transcribo, palabra por palabra, lo que ya dije en algún carnet de guerre anterior. “Al amanecer, recostados en los arcenes del camino, escuchamos como alguien nos decía que, tras la colina frente a nosotros, el mundo había comenzado a abrasarse. Que todo rugía con el fuego, que la carne de los hombres era de lava y que el incendio ascendía desde los cimientos calcinados de la tierra. Escuchamos decir que el horizonte era de gasolina, y de cohetes desvanecidos como flores marchitas que lo prendían. Escuchamos al diablo y, enseguida, vimos el resplandor, absorbido por la niebla, de todas sus tempestades. Un solo resplandor y un solo ruido. Un solo fulgor blanco y cegador que hubiese enloquecido al propio diablo, como a nosotros nos enloquecía en aquel instante”. Y añado, ahora, que ha cantado al fin el pajarillo sobre las ramas enlazadas como los brazos de las fatídicas hermanas, que ha cantado como de él se esperaba, tras haber depositado de su pico una rama reverdecida sobre la rama calcinada, y que ha cantado, sí, como así le cantan las brujas a Macbeth, que no será vencido el hombre “hasta que el gran bosque de Birnam suba marchando, para combatirle, a la alta colina de Dunsinane”, esa colina abrasada en la que quiera Dios que el hombre se abrase. Y añado, y termino, que el pajarillo ha cantado que arrancarán los árboles su raíz del seno de la tierra y que el hombre no alzará cabeza hasta que el bosque no llegue a él.


Mi nombre es Berthier. Tan sólo querría ahora, como así lo dejo escrito, deciros, como el mensajero hace con Macbeth a poco del desenlace, que “he visto lo que voy a decir, más no sé cómo hacerlo”, por lo que tan sólo diré, y así lo escribo, que del lado del bosque de Vauclerc, éste comienza a moverse. Sí, el bosque comienza a moverse. Tal vez ahora nos llegue, sí, la buena herida, amigos Bretteville y Clouard. Acaso sea, sí, el momento preciso de nuestra salida del escenario, esa salida que tenemos tan bien ensayada como la muerte que también debe ser ensayada, como os repetirán, sabéis, tiempo después. Quizás, sí, ahora podamos volver a ser, en nuestro espejismo, bosque, manto de hojas y hierba. Pasearemos, al fin, sin miedo fuera de las trincheras. Y tan sólo deciros, como ya nos dejó escrito a todos el bueno de Guillaume, Guillaume el poeta, “que el sol os proteja a vosotros que me amáis lo suficiente para no abandonarme jamás y que al sol danzáis sin levantar polvo”. Vamos, os digo, está hecho.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

flâneur


Oh gente que conozco, yo que conozco a los otros, nos dice Guillaume, me basta con oír el ruido de sus pasos para indicar por siempre la dirección que han tomado. Como también nos dice que va, él, lo menos posible a las grandes bibliotecas, pues le gusta más pasear por los muelles, esa deliciosa biblioteca pública, el más hermoso y agradable paseo en el mundo. Como nos dice, siempre, tantas otras cosas.

Desconociendo a los otros, no bastándonos el ruido de sus pasos, ni el de los propios, pasearemos nosotros, ahora, los muelles de Barcelona.

En La Central del Raval, con Sergi Bellver, Jekyll&Jill, y con cava para todos.